La crisis de esperanza que sacude a nuestra sociedad hunde sus raíces en que el ser humano ha dejado de levantar la mirada al Cielo y ya no anhela la eternidad. Sin esa perspectiva transcendente, Occidente - que prometió felicidad clausurando las puertas del Cielo - se ha quedado sin rumbo y sin destino. Estas son las claves para elevar de nuevo la mirada y devolver el sentido a una cultura que ahora vive de espaldas a Dios.
Si hay un término que define el momento presente, es la desesperanza. La sociedad parece vivir en un letargo, en una resignación cuasi existencial. Muchos expertos hablan de un bornout de la civilización occidental, un agotamiento emocional, físico y mental, al que habría que añadir un colapso espiritual. Un mundo con las neveras llenas y la última tecnología, pero vacío de esperanzas.
Las encuestas hablan de una juventud que no es feliz, que cree que vivirá peor que las generaciones anteriores. El 19.6% de los adolescentes de entre 14 y 18 años en España ha consumido alguna vez pastillas para la ansiedad o el insomnio, según una encuesta del Ministerio de Sanidad. No es este un problema exclusivo de los jóvenes: España encabeza el consumo mundial de ansiolíticos.
La situación política, económica y social no ayuda a que la esperanza sea una virtud mayoritaria. Pero son los cambios tan vertiginosos que azotan a los cimientos que han sostenido durante siglos nuestro mundo lo que hace que tantas vidas se tambaleen sin saber a dónde agarrarse.
INVIERNO DE LA DESESPERACIÓN
No es algo nuevo. Todas las ideologías surgidas a raíz de la Ilustración y cuyas herederas son las causantes de los males de este tiempo prometen el "progreso", la felicidad plena en la tierra, donde Dios ya no sería necesario. No hay felicidad ni esperanza futura, incluso más allá de la muerte, algo que sí tenían las generaciones anteriores. Han cerrado el Cielo al hombre, pero a cambio no le han dado todo aquello que prometían.
Pablo Pérez López, catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Navarra, explica a Misión, que "una civilización que no tiene creencias carece también de esperanzas", lo que hace imposible que "pueda consolidarse como civilización". Ya explicaba magistralmente Charles Dickens en las primeras páginas de su novela Historia de dos ciudades, ambientada en la Revolución Francesa, el origen de lo que hoy se vive y que parece que se hubiera escrito ayer mismo. "Era el mejor de los tiempos y el peor; la edad de la sabiduría y de la tontería; la época de la fe y la incredulidad; la estación de la Luz y de las Tinieblas; era la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación: todo se nos ofrecía como nuestro y no teníamos absolutamente nada; íbamos todos derechos al cielos, todos nos precipitábamos en el infierno.
FRACASO DEL PARAÍSO TERRENAL
De este modo, Pérez López recuerda que en el caso de Occidente la idea era - y todavía lo es para estos ideólogos - construir un paraíso en la tierra, conseguir que la razón nos conduzca a la plenitud del conocimiento, y el ejercicio de una libertad sin trascendencia permita alcanzar ya la plenitud personal. Pronto se advirtió el "fracaso tremendo" al que esto ha llevado. Aun así, todas estas ideologías han seguido con su hoja de ruta. "Cerrarse a la transcendencia sólo se entiende, por tanto, si uno mismo se proclama dios", afirma.
La cultura woke , el consumismo, el activismo ideológico, la ideología de género, los feminismos, el relativismo moral , el hedonismo, el materialismo, el individualismo o las nuevas bioideologías - que sueñan con vencer a la muerte - son hoy corrientes hegemónicas que prentenden convencer al ser humano de que él mismo es el centro del mundo y el fin último de su existencia. Estas tendencias conducen a la exaltación de los sentidos y del orgullo, empujando a la persona a mirarse el ombligo y a perder de vista al otro. Y, más aún, le impiden alzar la mirada a lo más alto.
Los datos evidencian este fracaso. Las depresiones, los suicidios y el malestar generalizado que recogen las encuestas lo muestran. Y quienes lo están sufriendo empiezan a cuestionarse la herencia hueca que han recibido. De ahí que ahora se esté analizando profusamente a qué se debe el cambio sociológico en la sociedad española. Ante la nada que ofrece el presente hay quien mira a la generación de sus abuelos, que tenían muchos menos medios materiales, pero más esperanza. Hay un resurgir espiritual, una búsqueda del sentido de la existencia, y no solo entre las generaciones más jóvenes. Corresponde a la Iglesia encauzar esas inquietudes y dirigirlas a la verdadera fuente, sin edulcorantes y desde la verdad. Porque esta generación ya ha probado bastantes mentiras y desengaños.
LA EUCARISTÍA, FARO HACIA LA ETERNIDAD
Vivir para la eternidad consiste en vivir mirando al Cielo. La manera más directa y luminosa en la que los católicos pueden entrenarse en tener esta mirada es a través de la Eucaristía, el nexo constante e inagotable entre el Cielo y la Tierra. El religioso Adrien Candiard señala que para vivir la eternidad, implica un cambio de perspectiva radical: se trata de cambiar los valores y la lógica del mundo. Los valores de éxito y de triunfo, para vivir con la lógica del Reino. Y recuerda que, precisamente ser perfectos, y por eso mismo, los católicos tienen que acudir continuamente a la Santa Misa. Incapaces de vivir para la eternidad, vienen a aprender de la fuente de todo don, agrega este dominico francés. Cuando parece que la fe se desploma y que no hay esperanza, Jesús llena esta carencia con una frase que lo cambió todo para siempre: "Este es mi cuerpo que se entrega por vosotros". Desde entonces no hay acto de esperanza más grande que acudir a escuchar de nuevo esta Palabra plantada en el corazón de la desgracia, de la angustia, del absurdo. Los creyentes acuden a la Eucaristía porque Jesús sigue dándonos ahí su vida. Acudimos a recibir Su vida para vivir en ella. Porque no hay otra manera de aprender a dar la propia vida que comenzar por recibir. Las cosas de Dios funcionan así: Él sabe que si no recibimos antes de un modo sobreabundante, seremos demasiado remisos para dar. Entonces Él da, esperando que eso acabe por desbordarse de nuestras manos, de nuestros bolsillos y nos pongamos también a dar.